Hola, debido a que este blog aún no puede usarse (se usará después
de publicar el libro de Los Imperiales... aunque para ese camino aún
queda mucho) pondré los inicios de los libros que se publicarán
próximamente (cuando tenga dinero y tiempo). Así que, para que la espera
no se os haga larga, publicaré los prólogos de los libros. Tened en
cuenta que muchos de estos prólogos pueden cambiar un poco en las
ediciones porque algunos libros aún no están terminados y mucho menos
corregidos del todo. Gracias por vuestra atención y os dejo con la
introducción a Ángel.
El agua caía con tanta violencia
sobre la ciudad de los sueños que los ciudadanos de la capital pensaban que
estaba granizando, algunas gotas llegaban a perforar los paraguas. Así era
Ciudad Drommar, una ciudad muy alejada de otras mucho más importantes y
conocidas. Aquel núcleo urbano era conocido por que todo el que lo visitaba
podía tener todo cuanto quisiera por un precio módico. Nadie se quejaba, salvo
por los pequeños granujas que corrían por las calles robando carteras o
amenazando a las personas con navajas a despojarse de
la
ropa. La gente del lugar era bastante amable aunque existía la sensación entre
los vecinos que los pocos turistas extranjeros que solían visitarlos solían dar
una mala imagen de Ciudad Drommar
cuando
regresaban a sus respectivos países.
No muy lejos de allí, atravesando
un pequeño desierto muy cerca de la autopista
principal se encontraban todos los negocios, todo
el que conseguía llegar hasta allí hacia la misma pregunta, si todas aquellas
empresas pertenecían a otro distrito o ciudad, pero no, cualquier negocio ya
fuera pequeño o grande se encontraban alejados de Drommar por una simple razón;
nadie se desviaba hacia la ciudad porque a pesar de contar con altos edificios nadie fijaba su mirada en ella, por
eso la llamaban la ciudad de los sueños, porque existía pero nadie la veía.
Además, las personas pensaban que era una ilusión, debido al tiempo cálido de
allí y sus desiertos; todos creían que era un paraíso ilusitorio.
Justamente allí había un bar de
carretera, no solía tener mucha clientela, hasta los turistas solían pasar de
largo, preferían los restaurantes más lujosos de la zona pero eso a Gabriela, hija
de la dueña del negocio y que hacía de camarera, no la frenaba.
En ese momento se encontraba como
siempre, atendiendo sola en compañía de sus tres clientes más fieles,
procedentes precisamente de la capital y los únicos que la visitaban a diario. La
tormenta sacudía con fuerza el techo y no podía ocultar su miedo pues por allí
no era muy frecuente que lloviese.
—Hoy parece que Dios esta
cabreado. —mencionó el más mayor de todos.
Se llamaba Marcus, era un hombre asustadizo
aunque seguro de sí mismo, y nunca abandonaría a
sus amigos si no fuese por una muy buena razón. Gabriela contempló desde detrás
de la barra el negro cielo e hizo un gesto de pánico ante la posibilidad de que algún rayo pudiera caer cerca
mientras terminaba de secar un vaso con un trapo.
—No hay ningún Dios, es una
simple tormenta, nada más. —comentó Steve.
Steve, era el gracioso del grupo,
siempre estaba sonriendo. Nadie entre sus familiares o amigos recordaba haberle
visto serio, además él era el que siempre la
estaba animando para que no se rindiera; siempre la decía que sería tan buena
como su madre llevando el negocio, aunque también se mantenía un poco escéptico
en vista de la falta de clientela.
—Como no, Steve como siempre dando
una de cal y otra de arena ¿tú qué opinas Gabriela?
Era Michael quien formulaba la
pregunta, quién de los tres era el más normal y también el más joven, tendría
unos 45 años aproximadamente, nunca se sabía de qué
palo iba. Tenía los ojos tristones, era muy
reservado y nunca hablaba de su vida privada pero todos creían que siempre
estaba allí porque tenía problemas en casa con su familia y la verdad es que Gabriela
no era partidaria de meterse en los asuntos personales de ninguno de ellos.
Ella se agachó para poder ver
bien el cielo por el cristal donde el nombre del bar estaba grabado, quizá esperando
así obtener una respuesta; su pelo rubio trenzado se movió con gracilidad, sus
ojos color miel brillaron cuando un rayo iluminó toda la estancia, ella pegó un
pequeño grito dejando caer el vaso al suelo y llevándose una mano al corazón que
le latía a mil por hora. Los tres vaqueros (así los llamaba ella) la miraron
preocupados por si se había cortado o algo por el estilo. Ella les devolvió la
mirada pero en esos momentos lo que vio en sus ojos
no fue preocupación sino más bien la cara de tres
hombres que estuvieran a punto de pedirla una cita y lo entendía, era guapa
además de bastante simpática y no era extraño que todos
los hombres con los que se cruzaba quisieran ligar con ella. Y cuando decía
todos, eran todos, daba igual cual fuera su edad todos la deseaban. Se irguió
como si no hubiese pasado nada, cogió la escoba y barrió los trozos de cristal
amontonándolos a un lado para después meterlos dentro del recogedor y volcarlos
dentro del cubo de la basura.
—Creo que es una simple tormenta,
no siempre puede tener la culpa Dios de todo. —Contestó con toda la serenidad
del mundo.
—Yo pienso que es Dios —dijo
Steve—. ¡Estamos en medio de un maldito desierto! ¿Cómo es posible que llueva
así?
Justo en ese momento un rayo cayó
en la parte de atrás del bar seguido de un trueno. Esta vez todos pegaron un
respingo y fijaron su mirada justamente en el lugar donde había descargado aquel
atronador relámpago. Ella se limpió las manos, cogió una linterna de un cajón
de la cocina y armándose de valor salió fuera para comprobar si se había producido
algún daño.
—Gabriela, puede ser peligroso,
puede caer otro. —dijo Steve poniendo una voz propia de un padre preocupado por
su hija.
—Un rayo no cae dos veces en el
mismo lugar. —le contestó aunque no muy convencida.
Una vez fuera observó que el comercio de flores que era justo el
local que había enfrente, tenía algunos daños, pero nada se hallaba ardiendo. Todo
aparentaba encontrarse en perfectas condiciones, se giró y sorprendida chocó
con algo duro que la hizo perder el equilibrio y caer. Al golpearse contra el
suelo se hizo daño en la rabadilla y la linterna se hizo añicos. Aunque la
dolía no le dio importancia, solo sentía curiosidad por ver contra que o contra
quien había chocado. Se sorprendió al ver delante de ella un chico moreno y con
el pelo largo, con expresión lánguida y debilitada; parecía necesitar ayuda.
—¿Dónde estoy? —Preguntó él con apenas
un hilo de voz.
Gabriela se dio cuenta de que el
rayo debió caer cerca de él y en ese momento se hallaba aturdido, seguramente
por el impactó recibido.
Su rostro daba autentico miedo, las
líneas que se dibujaban en su cara bien podían ser las de un asesino, aunque
sus ojos de color marrón trasmitían todo lo contrario, tenía la mirada de una
persona bondadosa, no solía juzgar a los demás y no supo como descubrir la
palabra exacta para definir sus sensaciones; cuando al fin se pudo levantar observó
que tenía una especie de marca o tatuaje en su ojo derecho, pero al instante desapareció
y ella pensó que había sido producto de su imaginación debido al miedo y a la
oscuridad de la noche. A primera vista parecía delgado pero, según se iba
acercando, Gabriela se asustó al ver que tenía músculos de una persona atlética
—¡Aléjate! —exclamó temerosa.
Entonces vio en sus ojos el miedo de un cachorro al que acaban de regañar, empezó
a caminar hacia atrás, despacio y con un rostro
confuso sin dejar de mirarla a ella, hasta que se topó con una pared donde se
quedó un rato de pie y, acto seguido, empezó a arrastrarse por ella quedándose sentado
en el suelo, con las rodillas dobladas y bajo su mentón, después abrazó sus
piernas, como si de un oso de peluche se tratase, hundió su cara en ellas empezó
a llorar como si fuese un desdichado. Gabriela sintió pena por el muchacho esta vez, se levantó y le tendió la mano. Steve
apareció por la puerta y sin mediar palabra le dio con una botella en la cabeza
dejándole inconsciente.
— ¡Que has hecho cafre!
—De nada por salvarte de este
asesino.
— ¡No es un asesino! Es un
muchacho que necesita ayuda.
— ¿Te fías de este tipejo? ¡Mírale!
Tiene cara de ladrón y de asesino.
—Cuando tú eras joven también
tenías cara de asesino ¿lo eres acaso?
—No, pero…
—Cállate y ayúdame a meterle
dentro antes de que sigamos empapándonos.
Steve la ayudo a meterle en la
cafetería sin rechistar.
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Al despertar, miró a su alrededor,
estaba en una especie de taberna aunque más modernizada… o eso creía, había
tabernas de donde el procedía con mucho más espacio. Lo reconoció por sus años viviendo
como un ser humano. Se levantó y vio a tres hombres apuntándole con unas armas
extrañas pero que conocía, por las formas que tenían y tal como se las habían
descrito eran escopetas o por lo menos algo por el estilo.
—Como intentes algo malo te
volamos la tapa de los sesos chico.
—No pretendo hacer nada, tan solo
quiero evitar que maten a Eriai.
—¿Eriai? ¿Quién es Eriai? —Preguntó uno de ellos.
—Es el Dios supremo, si no llego
a tiempo Lesten le matará con su propia espada.
—Chico, ese rayo te ha dejado trastornado.
—¿Rayo? —Contempló el negro cielo—.
Un momento ¿esto acaso es la Tierra?
—Sí, es la Tierra, ¿acaso existe
otro planeta con vida?
—Lo siento, pero debo marcharme.
Se puso en pie e hizo algo
extraño con una de sus manos, era como si intentase limpiar el aire con un
trapo inexistente; Steve, Marcus y Michael se miraron frunciendo los ceños algo
confusos por el movimiento extraño que hacia aquel muchacho. No entendía bien
lo que pasaba, después de intentarlo unas cinco o seis veces terminó
rindiéndose. Finalmente Michael se acercó a él, se quedaron mirando un buen
rato, el chico trago saliva y esbozó una sonrisa y
este también le sonrió pero acto seguido le dio con la culata detrás del cuello,
el muchacho se desmayó debido al golpe y cayó desplomado en el suelo.
—¿Se puede saber qué hacéis? —Dijo
Gabriela molesta saliendo de la cocina.
—Ha sido él. —respondió Steve señalando
a Michael.
—Estaba haciendo cosas extrañas,
me ha obligado a hacerlo.
—Si seguís golpeándole así le
vais a causar un daño cerebral.
Gabriela le agarró como pudo y le
sentó cerca de la ventana que daba a la carretera, después sacó una botella de
amoniaco de debajo de la pila y se la paso por la nariz, el muchacho abrió los
ojos un poco desconcertado, a la primera que vio al abrirlos fue a Gabriela,
ella le miraba con incertidumbre, el muchacho la miraba como si la hubiera
reconocido.
—¿Sirena?
Gabriela se sorprendió al oírle
mencionar el nombre de su madre, él hecho un vistazo a la estancia, por la cara
que puso, ella pensó que él sabía dónde se encontraba.
—No, me llamo Gabriela, ¿nos
conocemos de algo?
—Tú a mi no, pero yo a ti sí.
—¿Cómo es eso?
—Te pareces mucho a tu madre.
Su revelación la dejo más
sorprendida, le puso una bolsa de hielo sobre la cabeza para que el chichón provocado
por la botella de Steve se desinflase un poco.
—¿Conocías a mi madre?
—Sí, la conozco, ella es un
ángel… o bueno, al menos lo era, al igual que yo.
Gabriela miró a sus amigos y
ellos se llevaron el dedo a la sien diciéndola que estaba loco.
— ¿Un ángel? ¿De esos que tienen
alas?
—Y de los que protegemos a la
gente; sí, exactamente.
—No sé si ha sido el rayo o los
dos golpes que has recibido de estas “maravillosas” personas pero estoy segura
que una de las dos cosas te ha debido afectar el cerebro. —dijo ella utilizando el sarcasmo, ellos sonrieron con sorna.
—No miento ¡Soy un ángel y debo
volver al reino de los dioses!
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Muy lejos de allí, en un lugar
donde muy poca gente ha podido estar con vida, un hombre llamado Lesten miraba
a través de un atril la Tierra.
—Matad a los que están a su
alrededor, menos a la chica. A ella la quiero viva… de momento.
Un ejército entero bajaba hacia
la Tierra, eran ángeles oscuros y huesudos.